jueves, 31 de enero de 2013

Una noche o una mañana cualquiera..


El hombre había fumado un paquete de cigarrillos en dos horas. 
-¿En qué punto del espacio nos encontramos en este momento? 
-A un billón de kilómetros. 
-¿A un billón de kilómetros de dónde? -dijo Hitchcock. 
-Depende -dijo Clemens, que no fumaba. 
-Dilo, entonces. 
-Nuestra casa. La Tierra. Nueva York, Chicago. El lugar de donde venimos. Cualquiera 
que sea. 
-No me acuerdo -dijo Hitchcock-. Ni siquiera se si la Tierra existe. ¿Y tú? 
-Sí. Soñé con ella esta mañana. 
-No hay mañanas en el espacio. 
-Esta noche entonces. 
-Siempre es de noche -dijo Hitchcock suavemente- ¿De qué noche hablas? 
-Cállate -dijo Clemens irritado-. Déjame en paz. 
Hitchcock encendió otro cigarrillo. No le temblaban las manos, pero parecía como si se 
estremeciese bajo la piel tostada por el sol. Un leve estremecimiento en las manos, y un 
invisible estremecimiento a lo largo del cuerpo. Los dos hombres, sentados en el piso de 
la galería de observación, contemplaban las estrellas. Los ojos de Clemens brillaban 
intensamente, pero los ojos de Hitchcock, ausentes y apagados, no se fijaban en nada. 
-Me desperté a las 05.00 -dijo Hitchcock- como si le hablase a su mano derecha-. Y me 
oí gritar: «¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy?» Y la respuesta fue: «En ninguna parte.» Y dije 
entonces: «¿Dónde he estado?» Y respondí: «En la Tierra.» «¿Qué es la Tierra?» me 
pregunté. «El lugar donde nací» me dije. Pero las palabras no tenían sentido, y peor aún. 
No creo en nada que no pueda ver o tocar. No puedo ver la Tierra, ¿por qué voy a creer 
que existe? Es mejor así, es mejor no creer. 
-Allá está la Tierra -apuntó Clemens, sonriendo-. Aquel punto luminoso. 
-Eso no es la Tierra. Es nuestro sol. Desde aquí no se ve la Tierra. 
-Yo puedo verla. Tengo buena memoria. 
-No seas tonto. No es lo mismo -dijo Hitchcock bruscamente, algo enojado-. Quiero 
decir verla de veras. Siempre he sido igual. Cuando estoy en Boston, no existe Nueva 
York. Cuando estoy en Nueva York, no existe Boston. Cuando no veo a alguien durante 
todo un día, ese hombre no existe. Cuando lo encuentro en la calle, Dios mío, es como 
una resurrección. Casi me pongo a bailar. Me alegra tanto verlo... Me acostumbro, sin 
embargo. Dejo de bailar. Miro solamente. Y cuando el hombre se va, deja de existir, otra 
vez. 
Clemens se rió. 
-Porque tu mente es demasiado primitiva. No puedes asir las cosas. No tienes 
imaginación, mi viejo Hitchcock. Tienes que aprender a recordar. 
-¿Para qué recordar lo que no me sirve? -dijo Hitchcock, con los ojos muy abiertos, 
perdidos en el espacio-. Soy un hombre práctico. Si la Tierra no está ahí, para que yo 
pueda pasearme, ¿quieres que me pasee por un recuerdo? Hace daño. Los recuerdos, 
como decía mi padre, son como puercoespines. Al diablo con ellos. No te acerques. Te 
lastiman. Te arruinan el trabajo. Te hacen llorar. 
-Ahora mismo me estoy paseando por la Tierra -dijo Clemens, con los ojos cerrados. 
-Manejas puercoespines -dijo Hitchcock con una voz inexpresiva-. Más tarde no podrás 
almorzar, y te preguntarás por qué. Te habrás tragado un puñado de púas. ¡Al diablo con 
todo eso! Cuando encuentro algo que no puedo beber, o tocar, o golpear, o sentir, déjalo, 
me digo. Yo no existo para la Tierra. La Tierra no existe para mí. Nadie llora por mí en 
Nueva York, esta noche. Olvidemos Nueva York. Aquí no hay estaciones. Ni invierno ni 
verano. Ni primavera ni otoño. No hay mañanas, ni noches. Sólo espacio y espacio. Y 
sólo existimos tú y yo, y este cohete. Y sólo creo realmente en mi. Eso es todo. 
-Voy a poner una moneda en el teléfono, ahora mismo -dijo Clemens, sonriendo y 
moviendo los dedos en el aire-. Hablar‚ con una amiga de Evanston. 
-¡Hola, Bárbara! 
El cohete siguió atravesando el espacio. 
La campana del almuerzo sonó a las 13.05. Los hombres corrieron silenciosamente 
con sus zapatos de goma y se sentaron a la mesa almohadillada. 
Clemens no tenía hambre. 
-¿Has visto? ¿No te lo he advertido? -exclamó Hitchcock-. Tú y tus condenados 
puercoespines. Déjalos, ya te lo he dicho. Fíjate en mí, cómo devoro la comida. - 
Hitchcock hablaba lentamente, con una voz mecánica y sin humor-. Mírame.-Se llevó a la 
boca el pastel que quedaba en el plato como si examinase su estructura. Lo movió con el 
tenedor. Apretó entre los dedos el mango del tenedor. Aplastó el relleno de limón y 
observó cómo la pasta se alzaba entre los dientes del cubierto. Luego acarició 
minuciosamente la botella de leche y se sirvió un vaso escuchando el gorgoteo del 
líquido. Miró la leche como si quisiese hacerla todavía más blanca. La bebió, con tanta 
rapidez, que no alcanzó a sentirle el gusto. Se había comido todo el almuerzo en unos 
pocos minutos, febrilmente. Paseó los ojos por su alrededor buscando un poco más de 
comida. Pero todos los platos estaban vacíos Lanzó una mirada inexpresiva a través de la 
ventanilla del cohete-. Ésas no existen tampoco -dijo. 
-¿Qué? -preguntó Clemens. 
-Las estrellas. ¿Quién tocó alguna? Puedo verlas, es cierto, pero ¿de qué sirve ver lo 
que está a un millón o a un billón de kilómetros? No vale la pena ocuparse de cosas tan 
lejanas. 
-¿Por qué te embarcaste en el cohete? -preguntó Clemens de pronto. 
Hitchcock observó su vaso asombrosamente vacío. Lo apretó con fuerza, cerrando los 
dedos, y lo soltó y volvió a apretarlo. 
-No sé -dijo, y pasó la lengua por el borde del vaso-. Tenía que embarcarme, y nada 
más. ¿Sabe uno por qué hace esto o aquello? 
-¿Te gustan los viajes por el espacio? ¿Ver otros lugares? 
-No sé. Sí. No. No ver otros lugares. Estar entre ellos.-Hitchcock trató por primera vez 
de fijar la vista en algún punto, arrugando los ojos y adelantando la cara; pero era algo tan 
borroso y distante que no pudo enfocarlo-. Se trataba ante todo del espacio, tanto 
espacio. Me atraía la idea de esa nada arriba y esa nada abajo, y esa nada entre ellas, y 
yo en medio de la nada. 
-Nunca me lo explicaron de ese modo. 
-Yo lo explico así. 
Hitchcock sacó un cigarrillo, lo encendió, y comenzó a aspirar y a echar humo, una y 
otra vez. 
-¿Qué clase de infancia tuviste, Hitchcock? -dijo Clemens. 
-Nunca fui joven. Lo que fui o pude ser, está muerto. Volvemos a tus puercoespines, 
Clemens. Gracias, no quiero que me atraviesen de parte a parte. Siempre pensé que uno 
muere todos los días, y que los días son como cajones, ¿comprendes?, con su marbete y 
todo. Y no hay que volver atrás, ni levantar la tapa, pues uno muere un par de miles de 
veces, y deja un montón de cadáveres, todos con una muerte distinta, y con una 
expresión cada vez peor. En cada uno de esos días hay un yo diferente, alguien a quien 
no conoces, o no comprendes, o no quieres comprender. 
-Te apartas de ti mismo, de ese modo. 
-¿Qué tengo que ver con ese Hitchcock más joven? Era un tonto. Todos se lo llevaban 
por delante, abusaban y se aprovechaban de él. Su padre no servía para nada, y lo 
mismo su madre. Cuando ella murió, el joven Hitchcock se sintió contento. ¿Tengo que 
retroceder y mirar embobado la cara de aquel tonto? 
-Todos somos tontos -dijo Clemens-. Siempre. Aunque todos los días de un modo 
distinto. Pensamos: ya no soy un tonto. He aprendido la lección. Fui un tonto ayer, pero 
no esta mañana. Y al día siguiente descubrimos, sí, que también ayer éramos unos 
tontos. Sólo podemos progresar y desarrollarnos si admitimos que no somos perfectos y 
vivimos de acuerdo con esta verdad. 
-No quiero recordar cosas imperfectas -dijo Hitchcock-. No puedo estrecharle la mano a 
ese joven Hitchcock, ¿no es cierto? ¿Dónde está? ¿Puedes traérmelo? Ya no existe. Que 
se vaya al diablo. No voy a dirigir mis actos futuros pensando en las porquerías que hice 
ayer. 
-Volverás a equivocarte. 
-Deja que me equivoque entonces. 
Hitchcock calló y clavó los ojos en la ventanilla. Los otros hombres lo miraban de reojo. 
-¿Existen los meteoros? -preguntó Hitchcock. 
-Sabes muy bien que sí. 
-En nuestras pantallas de radar... sí, como trazos luminosos. No, no creo en nada que 
no exista y actúe en mi presencia. A veces... -Hitchcock señaló con la cabeza a los 
hombres que estaban terminando de comer-... a veces no creo en nadie ni en nada. Sólo 
en mí.-Se incorporó-. ¿Hay un piso superior en esta nave? 
-Sí. 
-Tengo que verlo. 
-No te excites. 
-Espérame aquí. Vuelvo en seguida. 
Hitchcock se alejó. Los otros hombres siguieron masticando, lentamente. Pasaron los 
minutos. Un hombre alzó la cabeza. 
-¿Cuándo empezó? Me refiero a Hitchcock. 
-Hoy. 
-El otro día estuvo también bastante raro. 
-Sí, pero hoy fue peor. 
-¿Le avisaron al psiquiatra? 
-Creíamos que ya estaba bien. Al principio el espacio nos enferma a todos, un poco. A 
mí me pasó lo mismo. Te pones a filosofar, aturdido, y luego te asustas. Sudas, te olvidas 
de la familia, no crees en la Tierra, te emborrachas, te despiertas mareado y eso es todo. 
-Pero Hitchcock no se emborrachó -dijo alguien. 
-Ojalá lo hubiera hecho. 
-¿Cómo pasó el examen? 
-¿Cómo lo pasamos todos? Necesitaban hombres. El espacio asusta a cualquiera. Así 
que admiten a muchos fronterizos. 
-Hitchcock no es un fronterizo -dijo alguien-. Ha caído en un pozo sin fondo. 
Esperaron otros cinco minutos. Hitchcock no volvía. 
Al fin Clemens se levantó, salió de la cámara, y empezó a subir por la escalera de 
caracol que llevaba al entrepuente. Hitchcock estaba allí, acariciando los mamparos. 
-Está aquí -dijo. 
-Claro que está. 
-Temí que no estuviera.-Hitchcock miró fijamente a Clemens-. Y tú estás vivo. 
-Desde hace mucho tiempo. 
-No -dijo Hitchcock-. No, sólo ahora, en este instante, mientras puedo verte. Hace un 
momento no eras nada. 
-Sí para mí. 
-Eso no importa. No estabas conmigo -dijo Hitchcock-. Sólo eso importa de veras. 
¿Está abajo la tripulación? 
-Sí. 
-¿Puedes probarlo? 
-Oye, Hitchcock, ser mejor que veas al doctor Edwards. Creo que necesitas un poco de 
atención. 
-No. Estoy bien. Y además, ¿quién es el doctor? ¿Puedes demostrarme que hay un 
doctor en el cohete? 
-Bueno. Basta con que lo llame. 
-No. Quiero decir desde aquí, en este instante. No puedes probarlo, ¿no es cierto? 
-No, no sin moverme. 
-Ya lo ves. No tienes ninguna evidencia mental. Eso busco, una evidencia mental que 
yo pueda sentir. La evidencia física, las pruebas exteriores no me interesan. Quiero algo 
que se pueda llevar en la mente, y tocar, y oler, y sentir. Pero no es posible. Para creer en 
algo tienes que llevarlo contigo. Y la Tierra y los hombres no te caben en los bolsillos de 
tu traje. Yo quisiera hacer eso, llevarme todas las cosas conmigo. Así podría creer que 
existen. Qué pesado y difícil tener que salir en busca de algo, algo terriblemente físico, 
para poder probar su existencia. Odio los objetos físicos. Los dejas atrás y ya no puedes 
creer en ellos. 
-Ésas son las reglas del juego. 
-Quiero cambiarlas. ¿No sería magnífico poder demostrar la existencia de las cosas 
sólo con la mente, y saber así, con toda certeza, que están siempre en su sitio? Me 
gustaría saber cómo es algún sitio cuando yo no estoy allí. Me gustaría saberlo de veras. 
-Eso no es posible. 
-¿Sabes? -dijo Hitchcock-, tuve la idea de salir al espacio hace ya cinco años. Cuando 
perdí mi empleo. ¿No sabías que quise ser escritor? Oh, sí, uno de esos hombres que 
hablan siempre de escribir, pero que casi nunca escriben. Y con un temperamento 
excesivo. Perdí mi empleo. Dejé el negocio de los libros y no pude conseguir otro trabajo, 
y comencé a rodar. Luego murió mi mujer. Ya ves, nada se queda en su sitio, no se puede 
confiar en las cosas. Tuve que dejar a mi hijo al cuidado de una tía. Y las cosas 
empeoraron todavía más. Al fin un día me publicaron un cuento, con mi nombre debajo, 
pero no era yo. 
-No entiendo. 
El rostro de Hitchcock había perdido el color. Sudaba. 
-Sólo sé que yo miraba la página, y mi nombre bajo el titulo. Por Joseph Hitchcock. 
Pero se trataba de otra persona. No podía saber en ese momento y de veras si esa 
persona era yo. El cuento me era familiar... Sabía que yo lo había escrito, pero ese 
nombre sobre el papel no era yo. Era un símbolo, un nombre. Algo extraño. Y entonces 
comprendí que aunque triunfase como escritor, mi triunfo no tendría sentido. Yo no era 
ese nombre. Mi nombre sería siempre una mancha de hollín, unas cenizas. Así que dejé 
de escribir. Nunca estuve seguro, además, de que mis cuentos, esos cuentos que yo 
había tenido en mi escritorio hasta hacía unas horas, fueran realmente míos. Recordaba 
haberlos pasado a máquina, pero ahí estaba siempre ese abismo, esa prueba ausente. El 
abismo que separa el quehacer de las cosas hechas. Lo que está hecho está hecho. Ya 
no es una prueba, ya no es un acto. Sólo los actos importan. Y las hojas de papel eran 
vestigios de actos realizados e invisibles. Sólo los actos prueban algo, y ya no existían. 
Sólo me quedaba el recuerdo, y yo no podía confiar en la memoria. ¿Puedo probar ahora 
que escribí esos cuentos? No. ¿Puede hacerlo acaso algún escritor? No. No, realmente. 
No a menos que alguien esté a tu lado mientras escribes, y aun entonces podrías escribir 
de memoria. Y cuando terminas de escribir, desaparecen las pruebas, sólo quedan los 
recuerdos. Comencé a encontrar abismos por todas partes. Comencé a pensar que quizá 
no estaba casado, que quizá no tenía un hijo, o que nunca había tenido un empleo. Quizá 
no había nacido en Illinois, y mi padre no había sido un borracho, y mi madre no había 
sido una puerca. No podía probar nada. Oh, sí, la gente puede decirte: «Tú eres esto, y 
aquello, y lo de más allá», pero eso nada significa. 
-No debías pensar esas cosas -dijo Clemens. 
-No puedo. Tantos abismos, tantos espacios... Así que empecé a pensar en las 
estrellas. Pensé que me gustaría estar a bordo de un cohete, en el espacio, en la nada, 
internándome en la nada (con sólo algo muy delgado, una delgada cáscara metálica para 
sostenerme), y alejándome de todas las cosas, los abismos que impiden demostrar la 
realidad de las cosas. Supe entonces que la única felicidad posible, para mí, era el 
espacio. Cuando lleguemos a Aldebarán II firmaré un contrato por otros cinco años -el 
viaje de vuelta a la Tierra- y luego me embarcaré otra vez, y así seguiré por el resto de 
mis días, yendo y viniendo, como el volante de una máquina. 
-¿Hablaste de esto con el psiquiatra? 
-¿Para que trate de tapar todos los abismos y llenar las grietas con ruidos y agua 
caliente y palabras y caricias y todo eso? No, gracias. -Hitchcock se detuvo-. Estoy 
empeorando, ¿no es cierto? Me parece que sí. Esta mañana, al despertarme, pensé: 
«¿Estoy empeorando? ¿O estoy mejorándome?» -Calló otra vez y miró de frente a 
Clemens-. ¿Estás ahí? ¿Estás realmente ahí? Vamos, pruébalo. 
Clemens le golpeó un brazo, con fuerza. 
-Sí -dijo Hitchcock, frotándose el brazo, mirándoselo con atención y asombro-. Estabas 
ahí. Estuviste ahí durante una breve fracción de segundo, pero quisiera saber si estás... 
ahora. 
-Te veré luego -dijo Clemens. Y se alejó en busca del doctor. 
Sonó una campana. Sonaron dos campanas, tres campanas. El cohete se balanceó 
como empujado por una mano. Hubo un sonido de succión, el sonido de una aspiradora. 
Clemens oyó unos gritos y sintió que el aire se enrarecía. El aire huía, silbándole en los 
oídos. De pronto no hubo nada. Nada en su nariz. Nada en sus pulmones. Se tambaleó, y 
el silbido se detuvo. 
Oyó que alguien gritaba: 
-¡Un meteoro! 
-¡Ya está tapado! -dijo otro. 
Así era. La soldadora de emergencia había tapado, desde el exterior, el agujero del 
casco. 
Alguien que hablaba y hablaba, se echó a llorar. Clemens corrió por el corredor. El aire 
era ahora fresco y denso. Clemens llegó a una puerta. Vio el agujero recién cerrado en el 
casco de metal; vio los fragmentos del meteoro desparramados por el cuarto como los 
trozos de un juguete; vio al capitán y los tripulantes, y un hombre que yacía en el suelo. 
Era Hitchcock. Tenía los ojos cerrados, y lloraba. 
-Trató de matarme -decía, una y otra vez-. Trató de matarme. -Lo pusieron de pie-. 
Estas cosas no pasan, ¿no es cierto? Vino hacia mí. ¿Por qué? 
-Bueno, bueno, Hitchcock -dijo el capitán de la nave. 
El doctor estaba vendando una herida que Hitchcock tenía en el brazo. Hitchcock abrió 
los ojos y vio a Clemens que lo miraba fijamente. 
-Trató de matarme -dijo. 
-Sí, ya sé -dijo Clemens. 
Pasaron diecisiete horas. La nave seguía moviéndose por el espacio. 
Clemens cruzó la puerta y se detuvo al ver al psiquiatra y al capitán. Hitchcock estaba 
sentado en el piso, con las rodillas recogidas y abrazado a sus piernas. 
-Hitchcock -dijo el capitán. 
Silencio. 
-Hitchcock, escúcheme -dijo el psiquiatra. 
Se volvieron hacia Clemens. 
-¿Es amigo suyo? 
-Sí. 
-¿Quiere ayudarnos? 
-Si es posible... 
-Ese condenado meteoro -dijo el capitán-. No hubiese ocurrido si no fuera por eso. 
-Hubiese ocurrido, tarde o temprano -dijo el doctor, y añadió dirigiéndose a Clemens-: 
Puede hablarle. 
Clemens se acercó, lentamente. Se agachó junto a Hitchcock y lo sacudió con 
suavidad, tomándolo de un brazo. 
-Eh, Hitchcock, óyeme -dijo en voz baja. 
Hitchcock no respondió. 
-Eh, soy yo, Clemens. Mírame. Estoy aquí. 
Clemens golpeó el brazo de Hitchcock. Le frotó el cuello y la nuca suavemente. Luego 
miró al psiquiatra. El médico suspiró. El capitán se encogió de hombros. 
-¿Tratamiento de shock, doctor? 
El psiquiatra asintió con un movimiento de cabeza. 
-Comenzaremos en seguida. 
Sí, pensó Clemens, tratamiento de shock. Tóquenle una docena de discos de jazz, 
pásenle un frasco de clorofila por las narices, pónganle hierba bajo los pies, bañen el aire 
con perfume de Chanel, córtenle el pelo, arréglenle las uñas, tráiganle una mujer, grítenle, 
golpeen y hagan ruido; fríanlo con una corriente eléctrica, llenen los abismos y las 
hendiduras, ¿dónde está la prueba? Es imposible pasarse la vida inventando pruebas. Es 
imposible entretener a un bebé con sonajeros y silbatos durante toda la noche, y todas las 
noches durante treinta años. Alguna vez tendrán que detenerse. Y entonces volverán a 
perderlo. Y eso si alguna vez les presta atención. 
-¡Hitchcock! -gritó con todas sus fuerzas, frenéticamente, como si él mismo estuviese 
cayendo en un abismo-. ¡Soy yo! ¡Soy tu amigo Clemens! ¡Óyeme! 
Clemens se volvió y salió del cuarto silencioso. 
Doce horas más tarde se oyó otra campana de alarma. 
Cuando los hombres dejaron de correr, el capitán explicó: 
-Hitchcock se quedó solo unos minutos. Se metió en una escafandra. Abrió una 
compuerta y se lanzó al espacio... solo. 
Clemens echó una mirada a través de los vidrios. Vio una mancha de estrellas y una 
distante oscuridad. 
-¿Está afuera ahora? 
-Sí. Detrás de nosotros. A un millón de kilómetros. Jamás lo encontraremos. Supe que 
estaba afuera cuando oí su radio en nuestro cuarto de control. Se hablaba a sí mismo. 
-¿Qué decía? 
-Algo así como: «Ya no existe el cohete. Nunca existió. Ni la gente. No hay nadie en 
todo el universo. Nunca hubo nadie. Ni planetas. Ni estrellas.» Eso decía. Y luego algo 
acerca de sus pies y sus piernas y sus manos: «No más manos», decía. «Ya no tengo 
manos. Nunca las tuve. Ni cuerpo. Nunca lo tuve. Ni boca. Ni cara. Ni cabeza. Nada. 
Solamente espacio. Solamente el abismo.» 
Los hombres se volvieron en silencio y observaron las remotas y frías estrellas. 
Espacio, pensó Clemens. El espacio que tanto le gustaba a Hitchcock. Espacio, con 
nada arriba, nada abajo, mucha nada en el centro, y Hitchcock que cae en medio de esa 
nada, hacia una noche cualquiera, hacia una mañana cualquiera.


Ray Bradbury